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Volver a nacer. La sombra del facedor

Núñez, Pablo - viernes, 05 de enero de 2018
Los niños romanos soñaban con las calendas de enero. Sabían que con el amanecer del nuevo año, sus madrinas o padrinos se acercarían a la domus familiar para saciar las ilusiones infantiles. Traían consigo bonitas cajas, que además de los tesoros ansiados para sus juegos, escondían algo fascinante y dulce, algo reservado en exclusiva para ellos. Sólo los más pequeños podían degustar el pan de marzo, el mazapán, dos meses antes que los adultos. Y por supuesto, elaborado con la silueta de la serpiente que se desliza entre las más sabrosas y coloridas frutas confitadas.

Los niños y niñas lucenses también saboreamos dulces tras las doce campanadas, o incluso con el nacimiento del hijo del carpintero. Pero nuestros sueños comienzan mucho antes. Más impacientes, o quizá más sabios que los infantes de Roma, sabemos que la ilusión se forja con los primeros rigores de la estación veraniega, y justo en el corazón de esta provincia del Imperio. Es entonces, cuando las trompetas de las legiones y las caetras castrexas invaden el Bosque Sagrado de Augusto, para celebrar el solsticio de verano. Un nuevo Arde Lucus, que ya quisieran para sí los césares y la ciudad de las siete colinas. Es entonces, con el estío y el sol enrojecido y ardiente, cuando los facedores begontinos se preparan para la siembra. La mayor cosecha del año, la más especial e importante de todas, pues siembran ilusión y su semilla jamás falla. Se renueva. Cuarenta y seis ediciones con la simiente de la esperanza, cuarenta y seis cosechas volviendo a nacer.

Tan largo fue el verano, que sus fauces devoraron al mismísimo otoño. Tan alargada fue su sombra, que muchos temían que no llegase esta Navidad. Pero hablamos de esperanza e ilusión, y nada puede frenar la inquebrantable entrega de un verdadero guardián de la catedral chairega. Pues la chaira tiene sus pueblos, sus ríos, las aldeas y la capital, pero su catedral se eleva, orgullosa, sobre la cúpula estrellada que cobija a María y a su recién nacido.

Nuestra aldea lloró. Fueron largas y tristes las noches, el zoqueiro y las incansables tejedoras miraban hacia las montañas. Donde hoy hay nieve, antes hubo llamas, miedo y desolación. Donde hoy asoma la estrella de Oriente, antes hubo lenguas de fuego, cuyas cortinas abrasadoras se veían desde distancias inmensas. Y en nuestra aldea resbalaron las lágrimas. La panadera, los afiladores, la hilandera… Todos con los ojos arrasados, con el espejo incendiado en sus rostros curtidos. El pastor paseaba pensativo con sus ovejas, sin conseguir olvidar a sus camaradas de Cervantes y O Courel. Quizá no encontrasen pastos en los meses siguientes, quizá habían perdido a sus reses. El leñador y los aserradores hablaban a la sombra de los robles, tantos árboles calcinados allá arriba… Menos madera para que los maestros ebanistas fabriquen muebles y enseres, menos vigas para reparar tejados, menos leña para calentar los pucheros y los hogares de la gente humilde. Su gente.

Se avecinaba un duro invierno, si es que alguna vez llegaba el invierno. El cielo se olvidó de Galicia, y sólo llovían las pavesas que el viento arrastraba desde las altas cumbres. El alfarero se encontró con barro y negra ceniza a partes iguales, y el herrero, por primera vez desde que era un mozalbete aprendiz, decidió no avivar la fragua y dar descanso a yunque y martillo. Le dolía mirar al fuego de frente, y allí se sentó durante días, en silencio sobre la banqueta de castaño labrado, su señal de respeto hacia los montañeses. Los pozos se iban secando y los ríos bajaban con un caudal que no recordaban los más ancianos de la aldea. Los pescadores dieron descanso a las cañas, temiendo por las truchas y las anguilas, y el barquero no tuvo más remedio que fondear su viejo batuxo sobre la tierra seca y agrietada de la ribera.

Desde su atalaya, y protegido por los centuriones de Pilatos, Herodes se frotaba las manos. Más de dos milenios después, está a punto de completar el indecente trabajo que inició en Judea. Ahora en otro continente. Esta vez asistiendo como espectador y no como actor principal, viendo como el espíritu del niño rey se desmorona como un castillo de arena sobre la fértil tierra de Begonte. El espíritu se quiebra, los súbditos del pequeño monarca se hunden cual dornas a la deriva. La tormenta rasga sus velas y empuja a los habitantes de la aldea hacia el acantilado salvaje y afilado, su sentimiento de pesar es demasiado profundo esta vez. Demasiado tenaz.

Pero, ebrio y al tiempo ciego por su ego, no cuenta Herodes el Grande que existe algo todavía más grande que él mismo: La fortaleza de los gallegos y la voluntad de hierro de las gallegas. Idénticos ingredientes añaden los facedores a su primer plato. Serán fuertes para iniciar el camino a pesar del desánimo y las dificultades, y tendrán la firme voluntad de continuar el trabajo de los pioneros, de sus maestros y padres. Echándolos de menos, como el buen hijo echa de menos al autor de sus días, pero superando su pérdida para ser fiel a su herencia. Una herencia que lo supera todo, hasta las ausencias.

Y así lo hicieron, así lo hacen. Con trabajo y pasión, con la habilidad en las manos y el latido del corazón. Avanzando paso a paso por el camino mil veces recorrido, pero descubriendo nuevos senderos. Antaño fue un carro que canta, esta vez recuperando las mallas que harán feliz al panadero y nos fascinarán a todos. Tal vez en un futuro será el arte del matachín, o un par de criadoras mimando al capón, para deleite y sonrisa del añorado Romualdito.

Al igual que a los niños romanos, no nos faltan regalos. Algunos en las alforjas de los tres magos, que bajan por las laderas y abren las puertas de las murallas. Quizá parte de las bonitas cajas prefirieron a los renos del Norte antes que a los camellos reales, pero el verdadero tesoro, el que llena de magia al mundo, fue sembrado meses atrás. Y ahora toca recoger la cosecha. Busquemos cestos de mimbre, es tiempo de volver a nacer.
Núñez, Pablo
Núñez, Pablo


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